Conocí este local de Barcelona a mediados de los ochenta gracias a mi buen amigo Francesc Canet. Desde aquel día su toldo rojo frente a la Pedrera ha sido sinónimo de buenos momentos compartidos en mejor compañía. Por aquel entonces las franquicias eran toda una novedad en el país y las pizzas americanas más, de hecho, dejando de lado las empresas de servicio a domicilio, encontrar buenos restaurantes donde la cocinen al estilo yanqui sigue siendo difícil. Corrían los tiempos del C64 y el Spectrum, tiempos en los que el Micromanía era la biblia y tocaba ir a comprar juegos a los bazares del puerto. Tiempos donde los partidos de la NBA seguían siendo algo de otro planeta para las dos cadenas de televisión nacionales y para TV3. Os podéis imaginar lo que sentí al entrar por primera vez en la Chicago y ver en la televisión del bar, antesala del restaurante, un partido entre los Lakers y otro equipo que no recuerdo. Pero la sorpresa fue breve, tanto como el ambiente del local tardó en atraparme. En segundos me vi transportado a los USA. Mirara donde mirase, era como si un pedazo de la América que conocíamos por teleseries de sobremesa se hubiera materializado en Barcelona. El techo alto, con los conductos de ventilación al descubierto, las paredes de ladrillo repletas de señales de tráfico y carteles de eventos de la ciudad a orillas del Míchigan, las mesas con sus manteles rojos y su suelo de parquet.
Todo podía haber quedado reducido a un bonito decorado sin más, pero no, la pizza llegó en una sartén que la mantenía caliente y no tenía nada que ver con la que conocía, era más pequeña y con una masa gruesa y esponjosa que prácticamente la convertía en un pastel coronado por una generosa cobertura de queso y carne. La acompañaron unos champiñones rellenos espolvoreados con parmesano y el mejor pan de ajo que he probado en mi vida. Desde aquel día, siempre que he visitado Barcelona y me ha sido posible he ido a comer a la Chicago. Y con el paso de los años debo decir que aunque el parquet se había ido desgastando con el tiempo, el resto, su ambiente y comida, conservaban para mí la autenticidad y el sabor del primer día en que cruce sus puertas.
La mala noticia es que el pasado 24 de mayo cerró sus puertas. Son tiempos de crisis y el dinero manda. Al parecer abrirán es su lugar un restaurante de llescas. Otro más. Supongo que a nivel gastronómico ahora tocará buscar una alternativa, aunque basta googlear un poco para comprobar que, en Barcelona, los amantes de la pizza americana se han quedado huérfanos. A nivel sentimental no hace falta ni decir que para un servidor la Chicago Pizza Pie Factory de Barcelona es insustituible.
Recuerdo cierto día de finales de agosto que nos escapamos de Reus solo para cenar allí, estaba con Francesc y dos amigos más con los que ya no tengo contacto. Uno de ellos le dijo a la camarera que era mi cumpleaños, no lo era, y la chica, muy simpática, me trajo un globo blanco con el logo en rojo que ató a mi silla. Hinchado con helio, se pasó la cena flotando por encima de mi cabeza. Cuando terminamos de cenar y salimos a la calle lo solté. Nos quedamos como bobos viéndolo elevarse a la luz de las farolas, como hipnotizados, primero frente a la fachada del edificio de Gaudí, y luego hacia el cielo nocturno barcelonés. Pasaron varios minutos antes de que su blancura desapareciera para siempre en las alturas.