Miguel no se parte la camisa como Camarón porque ya la trae sin abrochar. Como buen gitano prescinde de prolegómenos y se nos sienta a la mesa cerveza en mano con la excusa de contarnos que le han robado el coche delante del portal de su casa. Dice que será porque nunca lo cierra. Para que fume porros la muchachada no, él lo deja abierto para que los conocidos del barrio siempre tengan un lugar donde pasar la noche en caso de necesidad.
Sin saber muy bien cómo, nos descubrimos escuchando que tiene cuatro hijos y seis nietos, y que lo que más ha querido en esta vida, la Luisa, lo perdió por putero y por mierda. Nos dice, contradiciendo a Miguel Bosé, que los hombres también lloran y por el gesto torcido de sus labios y ojos apretados tememos que en cualquier momento decida demostrárnoslo. Pasado el arrebato nos pregunta cuántos años le echamos y mentimos cautos situándolo cerca de la cuarentena. Sonríe satisfecho desvelando lo obvio, que pasa de los cincuenta. Entre piropos a la camarera, de quien dice sentirse muy orgulloso pues asegura conocerla desde que era una chiquilla, nos coge de la mano y se me abraza, ansioso de contacto humano, aunque sea el de un desconocido entre sorprendido e intranquilo. Nos dice que nos aprecia mucho y que tenemos cara de buenas personas. En mi fuero interno me digo que de pardillos, más bien. Tras la inevitable invitación a una ronda, oferta cuyo rechazo siempre resulta caro en palabras y que se termina aceptando con resginación, conscientes de que su promotor se aferra a ella con la cabezonería del que busca arañar unos minutos más de compañía; tras la invitación, digo, Miguel se arranca con Los Chichos y Camarón. Yo, ya no sé si por las cervezas o porque ya le he pillado el truco al asunto, le acompaño a las palmas y marcando el ritmo sobre la mesa. Más tarde que temprano conseguimos huir del bar, pagamos lo que nos hemos bebido y salimos a la noche que ya empieza a refrescar.
Al día siguiente nos asomamos antes de entrar, no sea caso que Miguel haya decidido reincidir y nos dé otra vez la noche. Viendo que tenemos vía libre nos acomodamos en la mesa de siempre. Un tipo al que no conozco de nada se me acerca y con una media sonrisa me pregunta socarrón: Qué, ¿hoy no ha venido tu amigo?
Adoro las historias de barra de bar. Lo que no encuentro es el elemento fantástico que caracteriza a tus narraciones
😈 😈
Se trata, amigo Claudio, de la versión abreviada de algo que nos sucedió a Rebeca y a mí la semana pasada.
La fauna que puebla los bares a menudo los convierte en dimensiones alternativas donde el surrealismo campa a sus anchas.
Los desconocidos son a veces pesados pero interesantes. Y buen material para novelas.
¡Genial, Enric! Bienvenido a «Crónicas de un Bar» 8)
Un día tenemos que juntar un montón de crónicas de bares y arrear un libro.
Pues sí, JM, de estos encuentros con personajes variopintos siempre salen ideas jugosas.
Apoteósica la idea de la antología de barra. Seguro que lo petábamos. 😀
¡Gracias, Joe! Aunque como el tugurio del Piojoso no hay ninguno. 😉
Uy! yo te podría contar unas cuantas historias de «taguara» de mala muerte, que era lo que yo frecuentaba en mis años mosos de universidad. No pienses mal! en ellas la cerveza es mucho más barata.
También me encantan estas historias de Bar. Buena idea la de JM.
Pues en cuanto quieras arrancarte yo estaré encantado de escucharte. 😉
Me encantó el final.
Y por supuesto, el resto de la historia, que tan bien sabe involucrarlo a uno y hacerlo sentir parte de la escena.
¡Saludos!
El final es un poco aquello de «encima de cornudo, apaleado».
Me alegra que te haya gustado, Laura. 😉
Bien se merece otra ronda 😉
Muy cierto, Ra. Aunque faltaría ver si yo la sobreviviría. 😀