Salió corriendo hacia el corro de niños que se había formado cerca de la puerta de salida del colegio y se unió a ellos en la pugna por conseguir un álbum y algunos sobres. Con algún arañazo de más, pero satisfecho con el preciado trofeo entre las manos, de camino a casa no pudo dejar de contemplar las grafías doradas de la portada y los arabescos que decoraban las páginas del interior: todo le prometía una apasionante viaje por los misterios del arte de la adivinación a lo largo de la historia. Llegó a casa ansioso por abrir los sobres, saludó a sus padres de forma esquiva, se encerró en su habitación y se sentó sobre la cama. Su decepción no pudo ser mayor al descubrir que el primer sobre se encontraba vacío. Abrió el segundo, luego el tercero y todavía un cuarto, sólo para comprobar, contrariado, que ninguno contenía más que aire. Abrió el quinto y último con rabia, sin rastro alguno del cuidado con el que había asaltado los anteriores para no estropear el preciado contenido. Una sonrisa le cruzó el rostro al ver que éste sí traía un cromo. Uno solo. Donde esperaba encontrar ilustraciones de oráculos en santuarios de antiguas civilizaciones, de sacrificios humanos ante templos de piedra; astrólogos que leían el provenir en las palabras de los astros o sacerdotisas escrutando el futuro bajo las superficies de bolas de cristal y en antiguas cartas del Tarot, no halló más que oscuridad: toda la superficie del cromo era de color negro. En el dorso encontró que se trataba de la última estampa de la colección, la número ciento setenta y seis. Tras varios intentos comprendió que no era adhesivo, así que ya se disponía a buscar el pegamento por los cajones del escritorio cuando cayó en la cuenta del mensaje impreso bajo el número. Lo lamió comprobando que al instante su textura se volvía pegajosa, para luego, con ademanes solemnes de ceremonia, depositarlo sobre el rectángulo correspondiente. Tan pronto lo hizo, antes sus ojos sorprendidos, letras blancas tomaron forma sobre la negrura; decían: mueres envenenado a los nueve años.
¡¡Me has dejado muerto «matao»!! ¡Qué bueno!
Ya me tienen dicho que eso de lamer…
Eso es un cuento de libro, nunca mejor dicho. Puñetazo en el hígado y métete en la cama a dormir… si puedes.
Espero que «te me resucites» pronto, Joe. 😉 Coincido contigo en que hay que tener mucho cuidado con donde se mete la sin hueso.
Un alegrón tenerte por aquí, Bea, aunque te hayas sentido un poco sparring. 😀 Es lo que tienen las mentes enfermizas: a la que te descuidas les da por convertir un entrañable recuerdo de infancia en la peor pesadilla.
Gracias a los dos.
Hola Enric, no soy aficionado a los relatos y menos lo mini, pero realmente me siento sorprendido y no solamente por el final «sorpresivo», si no por el arte narrativo. 🙂
Bienvenido de nuevo, Jorge. Lo que más me gusta de los microrelatos es que son de disfrute inmediato y, si funcionan, dan muchísimo a cambio de casi nada, pues se leen en un plis plas. Un placer que «Cromos» te haya aportado unos segundos de entretenimiento.
Un relato fantástico. Qué bueno.
😉
Enric, sorprendente regalo el que nos has hecho. Hace tiempo que estoy pensando en una serie de relatos basados en leyendas urbanas, y como siempre, personas más preparadas que yo, os adelantais.
Pero que gustazo leer algo así…
Enhorabuena.
Gracias a los dos. Un alegrón que os haya gustado.
Pues fíjate, Víctor, que al escribirlo, en ningún momento pensé en la leyenda urbana que comentas. Me parece una idea estupenda, o sea que no me vengas con excusas que ya tardas en ponerte manos a la obra. 😉