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Poetry in motion.

El tamborilero

En cada Navidad, desde que tengo uso de razón, este villancico ha sonado en el salón de la casa de mis padres. Solía hacerlo como banda sonora del ritual de adornar la casa, mientras montábamos el pesebre con esas figuritas rechonchas de plástico que con el paso del tiempo han ido perdiendo lustre, pero que siempre me negué a reemplazar por otras nuevas y flamantes, de hecho, me las regalaron al irme de casa y a día de hoy sigo montando con ellas el belén; sus acordes nos acompañaban mientras rodeábamos de espumillón el árbol desmontable —hay que ser ecológicos, leches, que ni pizca de culpa tienen los abetos de nuestras celebraciones— y le colgábamos frágiles bolas de colores que con el tiempo fueron sustituidas por otras más resistentes y doradas. «El tamborilero» también sonaba en la sobremesa de la comilona de Navidad y a menudo en la de Sant Esteve, el 26. No hace falta aclarar que lo hacía junto a muchos otros vinilos navideños, pero éste siempre fue mi debilidad, y en cierta forma, en mi fuero interno, siempre marcaba el punto álgido de la velada.
  La versión del villancico que mi padre atesora es, sin discusión posible, «la versión». En formato single, estoy seguro de que a día de hoy es pieza de coleccionista, fue grabada por Raphael en 1965 y lleva por original (sic) título Raphael canta la Navidad. En la mitad izquierda de la cubierta aparece el por aquel entonces joven intérprete, veintidós añitos, sobre un fondo negro, y en la derecha, el título y contenido sobre tonos azules. No soy nada aficionado a la música de este artista, le reconozco méritos, pero en la distancia; sin embargo todavía no he escuchado ninguna interpretación de «El tamborilero» que le haga sombra a ésta. Y cuando digo a ésta me refiero a la que grabó de joven, pues las que él mismo ha perpetrado con posterioridad, sin ir más lejos, en cualquiera de los especiales que se ha autofinanciado en Televisión Española, no están a su altura. De hecho, todo intento por añadirle toques sofisticados o demostrar el dominio de la voz que ha adquirido con el paso del tiempo, no hacen sino quitarle fuerza al original, arrebatarle su ruda sencillez, su verdad.
  Nunca me he planteado por qué me gusta tanto esta canción, qué la convierte en mi villancico preferido. Siempre la he considerado parte de mí, de mi niñez, y he dado por hecho que era el valor sentimental quien ostentaba el mérito absoluto de la elección. Sin embargo, por esa manía de los adultos a racionalizarlo todo, con el paso del tiempo uno aprecia elementos que le dan una base objetiva a esa predilección. Me gusta su ritmo marcial, que antes alude a un canto fúnebre que a una marcha militar. Como si en la noche silenciosa, en el mismo instante de su nacimiento, un velo triste cubriera la hora más dulce recordando el fatídico sino que le espera al recién nacido. Sí, definitivamente tiene una estructura narrativa, y éste es otro punto que me gusta de él: mucho más allá de una mera excusa para darle a la zambomba y a la bota de vino, «El tamborilero» nos cuenta una historia. No tanto la del mesías que ha nacido entre paja y animales, sino la de aquél que, incapaz de ofrecer nada material, tanto porque la miseria se lo impide comprarlo como porque sus manos no son las de un hábil artesano que puedan elaborarlo, le regala al niño lo único que su roto tambor y su alma le permiten brindarle. Un viejo canto musitado con ronco acento, una melodía absolutamente inútil, que no puede alimentar al famélico Jesús, ni calentarle del frío invierno; una tonada que, sin embargo, logra arrancarle una sonrisa al bebé. ¿Y es que acaso no es ésa la dulce inutilidad que persigue todo aquél que ha sido maldito con la pasión creadora?
  Feliz Navidad.