
A veces nos sacan de un apuro y otras convierten nuestra existencia en un calvario. Casi todo el mundo los ha disfrutado y padecido alguna vez y, pocos son los afortunados, que no han tenido que sufrir en sus carnes esas representaciones amateurs de un sainete nacional conocidas como reuniones de comunidad. Quien no ha sido presidente de una escalera no conoce el infierno.
De los que tenemos en la actualidad, en su mayoría, no podemos quejarnos, quizá ayude que de los cinco flancos posibles de ataque solo tengamos compañía en dos, pues la gran mayoría de paredes laterales son colindantes con el muro exterior del edificio. Como no podía ser de otra manera el frente más problemático es el límite superior, el sufrido suelo de los seres que moran sobre nuestras cabezas: un matrimonio joven con dos críos de uno y tres años.
Dejando de lado las broncas entre los dos adultos del núcleo familiar, que siempre pillan por sorpresa y nunca dejan de sorprender por la variedad e imaginación de las lindezas que se dedican, las performance de la familia telerín suelen producirse a primera hora de la mañana por aquello de despertar al personal, o a media tarde los días que te pillan en casa. En realidad, uno termina llegando a la conclusión que hay función todo el día, pero que debido al silencio imperante en esas dos franjas horarias, su arte se aprecia con más detalle. Hay dos tipos de espectáculos: la variedad hazañas bélicas da comienzo con una entrada triunfal, a lo vertido de napalm en Apocalypse Now: un estruendo de naturaleza indeterminada casi siempre provocado por el hijo mayor y que sirve de prolegómeno a la inevitable ráfaga de gritos de sus progenitores que contraatacan reprendiéndole por lo que ha hecho. Esto deriva en la inevitable llorera del monstruito, que pronto es acompañado a los coros por el pequeño, inevitable daño colateral. No hace falta ni decir que el escándalo que terminan montando las represalias paternas es mucho peor que el inicial provocado por el hijo. La otra variedad posible, la más común, apuesta por el thriller. Comienza con un ruido reiterado de naturaleza indeterminada. Pasan minutos antes de que uno sea consciente de estar escuchándolo y, cuando logra percibirlo, se pasa otros tantos intentando entender a qué combinación de objetos está acudiendo el pequeño monstruo para provocarlo. A veces suena a madera, como si el chaval estuviera andando por la casa con dos zuecos tradicionales o se hubiera atado bloques del susodicho material en manos y rodillas y andara a gatas arriba y abajo del pasillo; otras parece que se ha agenciado una bola metálica de pinball, o toda una colección de canicas, e insiste en hacerla rebotar una y otra vez; no hay que olvidar la variedad «sobre ruedas», menos molesta pero igualmente inquietante, que tanto puede pertenecer a idas y venidas sobre patines en línea como a cualquier otro artilugio locomotor. El suspense suele prolongarse por espacio de varios minutos y tiene dos finales recurrentes: el criminal está solo en casa y su crimen queda impune, o algún miembro de la autoridad familiar le pilla con las manos en la masa y pone fin a su carrera delictiva; no hace falta decir que lo hace con la misma sutilidad que en la primera variedad, con lo que el tiroteo es de órdago, y puede prolongarse varios minutos antes de que el pequeño delincuente es totalmente reducido.
Siempre que asisto como invitado de piedra a alguno de estos shows acústicos, me da por pensar en quien será el afortunado que, en esos precisos instantes, continúa, ajeno a todo, con su vida normal y que algún día acogerá a este angelito en su aula. El mismo a quien los padres recriminarán indignados que no sea capaz de enseñar nada a su retoño.